Con ocasión de algunos episodios
de corrupción conocidos recientemente por el país, tales como el de Odebrecht o
el de Luis Gustavo Moreno, se ha vuelto común escuchar en diferentes medios que
“los principales casos de corrupción que nos afectan han sido detectados por
autoridades extranjeras” y que las colombianas siempre “llegan tarde”.
Simultáneamente, se aplauden los
avances logrados por la Superintendencia de Industria y Comercio (SIC) y se
admira el trabajo del Superintendente Pablo Felipe Robledo en lo referente al
castigo impuesto a los carteles del cemento, los pañales, el azúcar
y el papel higiénico. Tengo buen concepto de él, pero no nos equivoquemos: el
mérito no es sólo atribuible a su voluntad y profesionalismo.
La SIC lleva un largo proceso de
evolución que ha requerido, entre otros esfuerzos, formar un equipo humano de
primera; crear un laboratorio de talla mundial
para la captura, procesamiento y análisis de información; fortalecer su sistema sancionatorio,
y expedir y poner en funcionamiento normas que promueven la delación, incluso la exoneración plena,[1]
de quienes quieran acogerse a sanciones más dóciles.
Entre los esfuerzos mencionados, la expedición de
las normas que promueven la delación amerita especial mención. Las nuevas
normas, en efecto, han generado
un incentivo real para que las empresas denuncien las violaciones al derecho de
la competencia, y las actividades de
colusión en las que se han visto involucradas. Las multas que pueden sufrir, en caso de no denunciar, son
altísimas, y por otro lado muy atractivas las consecuencias de denunciar
y ayudar con las investigaciones.
Si denuncian y brindan colaboración
plena y eficaz, pueden ser exoneradas de la sanción pecuniaria o ser
destinatarias de sanciones menos gravosas.
Entretanto, el beneficio para el país y los consumidores se traduce en el
ingreso recibido por cuenta de las multas impuestas a los demás actores
involucrados en la conducta ilícita, en la protección de los derechos del
consumidor, y en la protección de precios justos
de mercado.
Ahora bien, mientras el país
aplaude el sistema de delación que desde hace algunos años exitosamente ha
venido utilizando la SIC –que por
fortuna empezará a utilizar de forma análoga la Superintendencia de Sociedades
con base en las disposiciones de la Ley Antisoborno de 2016–, el Proyecto de
Ley de Protección de Denunciantes radicado por el Gobierno en agosto de este
año perdió uno de sus principales atractivos.
La última versión del Proyecto de Ley —texto que antes de mi
renuncia al cargo de Secretario de Transparencia trabajé y recomendé al
Gobierno radicar en el Congreso—, contemplaba un artículo que daba la
posibilidad de dar incentivos a quienes denunciaran actos de corrupción en los
sectores de la alimentación escolar, la infraestructura y la industria
extractiva, por considerarlos de la mayor sensibilidad para el interés público,
y de alto riesgo de corrupción. Sin embargo, el Proyecto radicado por el
Gobierno en el Congreso perdió lamentablemente ese artículo.
El objetivo del mismo era aumentar la probabilidad percibida de detección por
parte de los corruptos, que es uno de los elementos indispensables para disuadir los actos de corrupción y facilitar
su detección. La lógica es esta: “Si
otros tienen un incentivo para denunciar el acto corrupto del que yo hago parte,
entonces la probabilidad de que yo sea sancionado es mayor. Es decir: en esas
condiciones es mejor para mí no participar en la conducta corrupta”. Una
modalidad similar a la de ofrecer recompensas multimillonarias a quienes
denuncien a las cabezas de estructuras del crimen organizado o del narcotráfico.
El artículo en cuestión retomaba la experiencia positiva
de la SIC, y de experiencias exitosas internacionales como la expedición del False Claims Act de los Estados Unidos
—una norma hoy de referencia en la materia a escala global, ampliamente
reconocida como un hito en la lucha contra la corrupción.
Esa ley está orientada a dar recompensas a quienes
denuncien y logren demostrar actos de corrupción en el marco de procesos de
contratación estatal o desvirtuar reclamaciones fraudulentas iniciadas por
cualquier persona en contra del Estado, una estratagema utilizada con
frecuencia por personajes y abogados oscuros para hacerse indebidamente a
recursos públicos. Las recompensas pueden ascender hasta un treinta por ciento
del ingreso logrado por el Gobierno Federal después de ganar el pleito.[2]
Veamos algunas cifras: según el Departamento de Justicia
de los Estados Unidos, durante los últimos cuatro años el Gobierno logró hacerse
a más de tres mil quinientos millones de dólares anuales como resultado de
acuerdos y juicios civiles en contra de quienes habían iniciado algún tipo de
reclamación fraudulenta contra el Gobierno o de quienes habían incurrido en
actos de corrupción en procesos de contratación estatal.
Entre enero de 2009 y octubre de 2015 el total de
recursos recuperados superó los veintiséis mil cuatrocientos millones de
dólares. En total, desde que el False
Claims Act fue reformado en 1986 ha logrado la recuperación de cerca de
cuarenta y ocho mil cuatrocientos millones de dólares que han ido a parar a las
cuentas del Departamento del Tesoro.[3]
En nuestro contexto, el incentivo propuesto en el Proyecto
de Ley de Protección de Denunciantes permitía que el denunciante fuera recompensado
con una parte de las multas efectivamente recaudadas, en contra de las personas
involucradas en los actos de corrupción. De esa forma no se compromete el
recurso público —puesto que este no proviene de las arcas del Estado—, al mismo
tiempo que se aumenta la probabilidad
percibida de detección por parte de los corruptos, o de los interesados en
participar en actos de corrupción de ese tipo.
Sin duda, el otorgamiento de incentivos como los
referidos supone una discusión compleja y llena de dificultades. La deontología
y la teleología, el ser frente al deber ser, la eficiencia procesal frente a la
ética jurídica, la posibilidad de dar incentivos a quiénes estuvieron
involucrados con la conducta reprochable frente a los que no lo estuvieron, entre
otros campos de debate. Pero debemos reconocer que otras jurisdicciones y en
otros ámbitos del derecho, hay unas reglas de juego que parecen estar
funcionando mejor que aquellas que acá tenemos. Vale la pena dar la discusión,
con todas sus espinas y vericuetos.
Por los días en que se anunció que el Proyecto de Ley de
Protección de Denunciantes preparado por la Secretaría de Transparencia,
incluía incentivos para la denuncia, algunos periodistas le pidieron su opinión
al Procurador Carrillo; funcionario que, entiendo que sin conocer aún el texto
del Proyecto de Ley, se manifestó en contra de la idea de dar los incentivos.
Sin conocer sus reales argumentos y motivaciones, puedo
suponer que las mismas parten del supuesto de que los ciudadanos deben
denunciar por el simple deber que tienen de hacerlo, por pura “virtud
republicana”, al igual que por el temor a que un incentivo de tal naturaleza
termine generando el efecto contrario al deseado: puede ocasionar mayor tolerancia
frente a la corrupción y la sensación de que es posible escapar a la acción de
la justicia fácilmente, denunciando cuando ya se está contra las cuerdas.
Estoy de acuerdo con la idea de que la denuncia es un
deber ciudadano, pero también con el hecho irrefutable de que la naturaleza
humana en mucho casos no responde a los incentivos que generan los artículos de
nuestra Constitución, nuestros valores republicanos —ni a las clases de cívica—,
sino a incentivos como los que agudamente ha utilizado la SIC en su esfuerzo
por desmantelar carteles empresariales infames.
En mi opinión, el Gobierno, el Congreso, la Procuraduría,
la Fiscalía, la Contraloría, y todos los interesados en la Ley Ley de
Protección de Denunciantes, deberían revisar una vez más este aspecto, hacer
los ajustes necesarios y darle el impulso correspondiente para que la Ley sea
una realidad.
Si queremos que nuestras autoridades detecten los casos
de corrupción con igual éxito que sus pares de otras jurisdicciones, tenemos
que darles herramientas similares a las que disponen en otros países. Además,
no podemos olvidar que la Ley de Protección de Denunciantes es un compromiso
del país bajo tratados internacionales suscritos y ratificados por Colombia y
es un paso efectivo en lograr que nuestro Estado tenga los instrumentos para investigar
y sancionar actos de corrupción. Seguimos teniendo esa deuda con el país y con
quienes, día tras día, se juegan la vida denunciando la corrupción.
[2] Para ver un resumen de los aspectos más relevantes de
dicha norma, puede consultarse: https://www.whistleblowers.org/resources/faq-page/false-claims-actqui-tam-faq