sábado, 30 de diciembre de 2017

¿Pescar al pez grande alimentando al pez chico? Aportes al Proyecto de Ley de Protección de Denunciantes

Con ocasión de algunos episodios de corrupción conocidos recientemente por el país, tales como el de Odebrecht o el de Luis Gustavo Moreno, se ha vuelto común escuchar en diferentes medios que “los principales casos de corrupción que nos afectan han sido detectados por autoridades extranjeras” y que las colombianas siempre “llegan tarde”.

Simultáneamente, se aplauden los avances logrados por la Superintendencia de Industria y Comercio (SIC) y se admira el trabajo del Superintendente Pablo Felipe Robledo en lo referente al castigo impuesto a los carteles del cemento, los pañales, el azúcar y el papel higiénico. Tengo buen concepto de él, pero no nos equivoquemos: el mérito no es sólo atribuible a su voluntad y profesionalismo.

La SIC lleva un largo proceso de evolución que ha requerido, entre otros esfuerzos, formar un equipo humano de primera; crear un laboratorio de talla mundial para la captura, procesamiento y análisis de información; fortalecer su sistema sancionatorio, y expedir y poner en funcionamiento normas que promueven la delación, incluso la exoneración plena,[1] de quienes quieran acogerse a sanciones más dóciles.

Entre los esfuerzos mencionados, la expedición de las normas que promueven la delación amerita especial mención. Las nuevas normas, en efecto, han generado un incentivo real para que las empresas denuncien las violaciones al derecho de la competencia, y las actividades de colusión en las que se han visto involucradas. Las multas que pueden sufrir, en caso de no denunciar, son altísimas, y por otro lado muy atractivas las consecuencias de denunciar y ayudar con las investigaciones.

Si denuncian y brindan colaboración plena y eficaz, pueden ser exoneradas de la sanción pecuniaria o ser destinatarias de sanciones menos gravosas. Entretanto, el beneficio para el país y los consumidores se traduce en el ingreso recibido por cuenta de las multas impuestas a los demás actores involucrados en la conducta ilícita, en la protección de los derechos del consumidor, y en la protección de precios justos de mercado.

Ahora bien, mientras el país aplaude el sistema de delación que desde hace algunos años exitosamente ha venido utilizando la SIC –que por fortuna empezará a utilizar de forma análoga la Superintendencia de Sociedades con base en las disposiciones de la Ley Antisoborno de 2016–, el Proyecto de Ley de Protección de Denunciantes radicado por el Gobierno en agosto de este año perdió uno de sus principales atractivos.

La última versión del Proyecto de Ley —texto que antes de mi renuncia al cargo de Secretario de Transparencia trabajé y recomendé al Gobierno radicar en el Congreso—, contemplaba un artículo que daba la posibilidad de dar incentivos a quienes denunciaran actos de corrupción en los sectores de la alimentación escolar, la infraestructura y la industria extractiva, por considerarlos de la mayor sensibilidad para el interés público, y de alto riesgo de corrupción. Sin embargo, el Proyecto radicado por el Gobierno en el Congreso perdió lamentablemente ese artículo.

El objetivo del mismo era aumentar la probabilidad percibida de detección por parte de los corruptos, que es uno de los elementos indispensables para disuadir los actos de corrupción y facilitar su detección. La lógica es esta: “Si otros tienen un incentivo para denunciar el acto corrupto del que yo hago parte, entonces la probabilidad de que yo sea sancionado es mayor. Es decir: en esas condiciones es mejor para mí no participar en la conducta corrupta”. Una modalidad similar a la de ofrecer recompensas multimillonarias a quienes denuncien a las cabezas de estructuras del crimen organizado o del narcotráfico.

El artículo en cuestión retomaba la experiencia positiva de la SIC, y de experiencias exitosas internacionales como la expedición del False Claims Act de los Estados Unidos —una norma hoy de referencia en la materia a escala global, ampliamente reconocida como un hito en la lucha contra la corrupción.

Esa ley está orientada a dar recompensas a quienes denuncien y logren demostrar actos de corrupción en el marco de procesos de contratación estatal o desvirtuar reclamaciones fraudulentas iniciadas por cualquier persona en contra del Estado, una estratagema utilizada con frecuencia por personajes y abogados oscuros para hacerse indebidamente a recursos públicos. Las recompensas pueden ascender hasta un treinta por ciento del ingreso logrado por el Gobierno Federal después de ganar el pleito.[2]

Veamos algunas cifras: según el Departamento de Justicia de los Estados Unidos, durante los últimos cuatro años el Gobierno logró hacerse a más de tres mil quinientos millones de dólares anuales como resultado de acuerdos y juicios civiles en contra de quienes habían iniciado algún tipo de reclamación fraudulenta contra el Gobierno o de quienes habían incurrido en actos de corrupción en procesos de contratación estatal.

Entre enero de 2009 y octubre de 2015 el total de recursos recuperados superó los veintiséis mil cuatrocientos millones de dólares. En total, desde que el False Claims Act fue reformado en 1986 ha logrado la recuperación de cerca de cuarenta y ocho mil cuatrocientos millones de dólares que han ido a parar a las cuentas del Departamento del Tesoro.[3]

En nuestro contexto, el incentivo propuesto en el Proyecto de Ley de Protección de Denunciantes permitía que el denunciante fuera recompensado con una parte de las multas efectivamente recaudadas, en contra de las personas involucradas en los actos de corrupción. De esa forma no se compromete el recurso público —puesto que este no proviene de las arcas del Estado—, al mismo tiempo que se aumenta la probabilidad percibida de detección por parte de los corruptos, o de los interesados en participar en actos de corrupción de ese tipo.

Sin duda, el otorgamiento de incentivos como los referidos supone una discusión compleja y llena de dificultades. La deontología y la teleología, el ser frente al deber ser, la eficiencia procesal frente a la ética jurídica, la posibilidad de dar incentivos a quiénes estuvieron involucrados con la conducta reprochable frente a los que no lo estuvieron, entre otros campos de debate. Pero debemos reconocer que otras jurisdicciones y en otros ámbitos del derecho, hay unas reglas de juego que parecen estar funcionando mejor que aquellas que acá tenemos. Vale la pena dar la discusión, con todas sus espinas y vericuetos.

Por los días en que se anunció que el Proyecto de Ley de Protección de Denunciantes preparado por la Secretaría de Transparencia, incluía incentivos para la denuncia, algunos periodistas le pidieron su opinión al Procurador Carrillo; funcionario que, entiendo que sin conocer aún el texto del Proyecto de Ley, se manifestó en contra de la idea de dar los incentivos.

Sin conocer sus reales argumentos y motivaciones, puedo suponer que las mismas parten del supuesto de que los ciudadanos deben denunciar por el simple deber que tienen de hacerlo, por pura “virtud republicana”, al igual que por el temor a que un incentivo de tal naturaleza termine generando el efecto contrario al deseado: puede ocasionar mayor tolerancia frente a la corrupción y la sensación de que es posible escapar a la acción de la justicia fácilmente, denunciando cuando ya se está contra las cuerdas.

Estoy de acuerdo con la idea de que la denuncia es un deber ciudadano, pero también con el hecho irrefutable de que la naturaleza humana en mucho casos no responde a los incentivos que generan los artículos de nuestra Constitución, nuestros valores republicanos —ni a las clases de cívica—, sino a incentivos como los que agudamente ha utilizado la SIC en su esfuerzo por desmantelar carteles empresariales infames.  

En mi opinión, el Gobierno, el Congreso, la Procuraduría, la Fiscalía, la Contraloría, y todos los interesados en la Ley Ley de Protección de Denunciantes, deberían revisar una vez más este aspecto, hacer los ajustes necesarios y darle el impulso correspondiente para que la Ley sea una realidad.

Si queremos que nuestras autoridades detecten los casos de corrupción con igual éxito que sus pares de otras jurisdicciones, tenemos que darles herramientas similares a las que disponen en otros países. Además, no podemos olvidar que la Ley de Protección de Denunciantes es un compromiso del país bajo tratados internacionales suscritos y ratificados por Colombia y es un paso efectivo en lograr que nuestro Estado tenga los instrumentos para investigar y sancionar actos de corrupción. Seguimos teniendo esa deuda con el país y con quienes, día tras día, se juegan la vida denunciando la corrupción.







[1] Ver la Ley 1340 de 2009 y los Decretos 1074 y 1523 de 2015.
[2] Para ver un resumen de los aspectos más relevantes de dicha norma, puede consultarse: https://www.whistleblowers.org/resources/faq-page/false-claims-actqui-tam-faq

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